domingo, 9 de abril de 2006

Estados malogrados y abusos de poder

Noam Chomsky, intelectual estadounidense, considerado uno de los más influyentes del orbe, nos entrega su análisis del mundo. Este es un extracto de “Failed States: The Abuse of Power and the Assault on Democracy”, el libro que recientemente ha publicado (Ver entrevista al autor). En éste analiza y combate la política de la Casa Blanca sobre la globalización y le exige trato igualitario sobre el resto de las democracias mundiales.

Por Noam Chomsky
La selección de temas que debería ocupar los primeros lugares en la agenda de preocupaciones por el bienestar humano y por sus derechos es, naturalmente, un asunto subjetivo. Pero hay unas pocas opciones que parecen inevitables. Entre ellas se encuentran al menos estas tres: la guerra nuclear, un desastre ambiental y el hecho de que el Gobierno del principal poder mundial está actuando de un modo que aumenta la probabilidad de estas catástrofes.
Es importante enfatizar el “Gobierno”, porque la población, y eso no es sorprendente, está en desacuerdo. Esto lleva a mencionar un cuarto tema que debería preocupar profundamente a los estadounidenses y al mundo: la marcada división entre la opinión pública y la política pública. Una de las razones del temor es que “el ‘sistema’ estadounidense en su totalidad sufre un problema real que enfila en una dirección que augura el fin de sus históricos valores de igualdad, libertad y democracia”, como observa Gar Alperovitz en “America Beyond Capitalism”.
El “sistema” está comenzando a tener algunos de los rasgos de los Estados malogrados, que es por lo general aplicada a los Estados considerados como una amenaza potencial a nuestra seguridad (como Irak) o necesitados de nuestra intervención para rescatar a la población de una amenaza interna grave (como Haití).
La definición de “Estados malogrados” es escasamente científica. Pero todos ellos comparten ciertos atributos primarios. Son incapaces o no desean proteger a sus ciudadanos de la violencia y tal vez incluso de la destrucción. Se consideran a sí mismos más allá del alcance de la ley nacional o internacional, y si tienen formas democráticas, sufren de un serio “déficit democrático” que priva a sus instituciones de una real sustancia.
Una de las tareas más arduas que cualquiera puede emprender, y una de las más importantes, es mirarse honestamente al espejo. Si nosotros hiciéramos eso, tendríamos muy poca dificultad en encontrar los rasgos de los “Estados malogrados” directamente en nuestro país.
El “déficit democrático” estuvo claramente ilustrado en las elecciones de 2004. Los resultados llevaron a la exaltación en ciertos círculos, a la desesperación en otros y a una gran preocupación sobre una “nación dividida”. Colin Powell informó a la prensa que el “Presidente George W. Bush ha ganado un mandato del pueblo estadounidense para continuar su ‘agresiva’ politica exterior”.
Esto está alejado de la verdad. Después de las elecciones, Gallup pregunto si Bush “debía enfatizar los programas que apoyan los dos partidos” o si “tiene un mandato para avanzar con la agenda del partido republicano”. El 63% eligió la primera opción, el 29% la última.
La historia provee de amplias evidencias sobre la falta de atención de Washington respecto a las leyes y normas internacionales, que alcanza hoy nuevas alturas.
Durante los años de la guerra fría estuvo disponible el marco de referencia de la “defensa contra la agresión comunista” para movilizar el apoyo nacional e incontables intervenciones en el exterior. Al final, el recurso a la amenaza comunista se empezó a desgastar.
El Gobierno también enfrentaba problemas domésticos, notablemente el efecto civilizador del activismo de la década de los 60, que tuvo muchas consecuencias, entre ellas menor voluntad para tolerar el recurso a la violencia.
Bajo la Presidencia de Ronald Reagan, la administración buscó manejar los problemas con fervientes pronunciamientos sobre el “imperio del mal” y sobre sus tentáculos que estaban a punto de estrangularnos.
Pero se necesitaban nuevos recursos. Los partidarios de Reagan declararon su campaña mundial para destruir el terrorismo internacional apoyado por Estados que el secretario de Estado de Reagan, GeorgeShultz, denominó una “plaga diseminada por los depravados opositores a la civilización misma” que intentan “un retorno de la barbarie en la época moderna”.
En 1994, el Presidente Clinton amplió la categoría de “Estados terroristas” para incluir los “Estados delincuentes”. Unos pocos años más tarde se agregó al repertorio otro concepto: los “Estados malogrados”, frente a los cuales debemos protegernos y a los cuales debemos proteger, a veces destruyéndolos.
Más tarde llegó el “eje del mal” del Presidente George W. Bush, al cual nosotros debemos destruir para autodefendernos, siguiendo la voluntad del Señor, escalando mientras tanto la amenaza del terror y de la proliferación nuclear.
Sin embargo, la retórica siempre ha generado dificultades. El problema básico ha sido que las categorías son excesivamente amplias.
Es difícil no reconocer elementos de verdad en la observación del historiador Arno Mayer inmediatamente después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de que, desde 1947, “Estados Unidos ha sido el principal autor del Estado terrorista que ataca primero, y de innumerables otras acciones ‘delictivas’ que han causado un inmenso daño, siempre en nombre de la democracia, la libertad y la justicia”.
Después de que Bush asumiera la Presidencia, la corriente dominante entre los expertos comenzó a afirmar como un hecho que Estados Unidos “ha asumido muchos de los rasgos de las ‘naciones delincuentes’ contra las cuales ha... batallado” (David C. Hendrickson y Robert W. Tucker, “Foreign Affairs”, 2004).
La categoría “Estado malogrado” fue invocada de manera reiterada por los autodenominados “Estados iluministas” en la década de los 90. Eso los autorizaba a recurrir a la fuerza con el supuesto objetivo de proteger a las poblaciones de los Estados malogrados, delincuentes y terroristas de un modo que podía ser “ilegal pero legítimo”, frase usada por la Comisión Independiente sobre Kosovo.
Cuando los temas principales del discurso político cambiaron de la “intervención humanitaria” a la “guerra al terrorismo” después del 11 de septiembre, se le dio al concepto “Estado malogrado” un alcance más amplio a fin de incluir a países como Irak, que amenazaban supuestamente a los Estados Unidos con armas de destrucción masiva y con el terrorismo internacional.
Con este uso más amplio, los “Estados malogrados” no necesitaban ser débiles. La Alemania nazi y la Rusia estalinista eran escasamente débiles, pero con estándares razonables merecían la designación de “Estados malogrados” como ninguno en la historia.
El concepto gana muchas dimensiones, incluyendo el fracaso en proveer seguridad para la población, para garantizar los derechos en el país y en el exterior, o para mantener en funcionamiento (no simplemente de manera formal) las instituciones democráticas. E incluye “Estados proscritos”, que desechan con desprecio las reglas del orden internacional y de sus instituciones, cuidadosamente construidas a lo largo de los años, inicialmente por iniciativa de Estados Unidos.
En aspectos cruciales, la adopción de Washington de los atributos de los Estados malogrados y bandoleros es proclamada con orgullo. No hay apenas esfuerzo alguno por ocultar “la tensión entre un mundo que todavía quiere un sistema legal internacional justo y sostenible, y una superpotencia única que apenas parece preocuparse de que está al nivel de Birmania, China, Irak y Corea del Norte... en términos de su adhesión a una concepción absolutista de la soberanía”, mientras desecha como anticuada la soberanía de otros, señala Michael Byers en “War Law: Understanding International Law and Armed Conflict”.
Estados Unidos es muy parecido a otros países poderosos. Persigue los intereses económicos y estratégicos de los sectores dominantes de la población local, con el acompañamiento de una impresionante retórica sobre su excepcional dedicación a los más altos valores. Uno escucha comúnmente decir que los criticones se quejan por lo que está mal, pero no presentan soluciones. Hay una traducción certera para esta acusación: “Ellos presentan soluciones, pero a mí no me gustan”.
Aquí hay unas pocas simples sugerencias para Estados Unidos:
1. Aceptar la jurisdicción del Tribunal Internacional de Justicia y de la Corte Internacional.
2. Firmar y cumplir los protocolos de Kioto.
3. Dejar que las Naciones Unidas lideren las crisis internacionales.
4. Apelar a medidas diplomáticas y económicas antes que a las militares cuando se confronten amenazas graves de terror.
5. Mantenerse dentro de la interpretación tradicional de la Carta de las Naciones Unidas: el uso de la fuerza es legítimo solamente cuando es ordenado por el Consejo de Seguridad o cuando el país está bajo la amenaza de un ataque inminente, de acuerdo con el artículo 51.
6. Renunciar al poder de veto en el Consejo de Seguridad, y tener “un respeto decente por la opinión de la humanidad”, incluso cuando los centros del poder no están de acuerdo.
7. Reducir drásticamente los gastos militares y aumentar los gastos en salud, educacion, energía renovable y cosas similares.
Otra sugerencia cautelosa y útil es que los hechos, la lógica y los principios elementales de la moral deben ser importantes. Aquellos que se tomen el trabajo de adherir a esta sugerencia se verán rápidamente conducidos a abandonar una buena parte de la doctrina oficial.
Y hay otras simples verdades. De ningún modo dan respuesta a todos los problemas, pero nos hacen tomar cierta distancia para desarrollar respuestas más específicas y detalladas. Aún más importante, ellas abren la puerta para implementarlas, pues son oportunidades que están a nuestro alcance si podemos liberarnos de las ataduras de la doctrina y las ilusiones impuestas.
Aunque es natural que los sistemas doctrinarios intenten inducir el pesimismo y la desesperación, la realidad es diferente. Ha habido un progreso sustancial en los últimos años en la interminable cuestión de justicia y libertad, dejando un legado que puede fácilmente ser llevado a un plano más alto que antes.
Las oportunidades para educación y organización abundan. Como en el pasado, no es probable que los derechos sean garantizados por autoridades benevolentes, o ganados por acciones intermitentes participando en unas pocas demostraciones o apretando una palanca a la hora de las elecciones, como si en eso consistiera exclusivamente la “política democrática”.
Como siempre en el pasado, las tareas requieren un compromiso diario para crear o recrear las bases destinadas al funcionamiento de una cultura democrática.
Hay muchos medios para promover la democracia en el país, llevándola a nuevas dimensiones. Las oportunidades son muchas, y el fracaso en captarlas es probable que tenga repercusiones ominosas: para el país, para el mundo y para las generaciones futuras.
(The New York Times Syndicate)