martes, 10 de junio de 2008

Romper con el Desarrollo


El día 12, 13 y 14 de junio se desarrollara el seminario internacional sobre Política de Civilización “El fin de un modelo, la emergencia de una nueva conciencia ecológica”. En el participará uno de los intelectuales y filósofos más importantes a nivel mundial, fundador del pensamiento complejo, Edgar Morin. También viene uno de los principales paleontólogos, eminencia de reconocimiento internacional, Michel Brunet, y participarán con ellos, nuestro premio nacional de ciencia Humberto Maturana, entre otros.

La idea es que pueda realizarse, entre todos quienes participen, una reflexión del complejo mundo que viene, insumo fundamental, imprescindible y un verdadero privilegio para la reflexión que nosotros mismos debemos realizar de la construcción de un nuevo proyecto político cultural para Chile.

Aquí transcribo “Romper con el desarrollo”, Artículo publicado en francés por Transversales Sciece Culture, noviembre 2001, y en castellano en Iniciativa Socialista 63, invierno 2001-2002. Edgar Morin es entrevistado por Laurence Baransk.

Romper con el desarrollo

¿Qué política haría falta para que una sociedad-mundo pudiera constituirse, no como la coronación planetaria de un imperio hegemónico, sino sobre la base de una confederación civilizadora?
Lo que proponemos aquí no es un programa ni un proyecto, sino los principios que permitirían abrir un camino. Son los principios de lo que he denominado antropolítica (política de la humanidad a escala planetaria) y política de civilización, principios que deben conducirnos, en primer lugar, a deshacernos del término desarrollo, incluso suavizado o mejorado como desarrollo duradero, sostenible o humano. La idea de desarrollo siempre ha implicado una base técnico-económica, medible por los indicadores de crecimiento y renta.


El desarrollo ignora el sufrimiento, la alegría, el amor
Esta idea da por supuesto implícitamente que el desarrollo tecnoeconómico es la locomotora que arrastra de manera natural y como su consecuencia un “desarrollo humano” cuyo modelo logrado y cabal es el de los países que se consideran desarrollados, es decir, los occidentales. Esta visión supone que el estado actual de las sociedades occidentales constituye el cumplimiento y la finalidad de la historia humana. El desarrollo “duradero” no hace más que atemperar el desarrollo tomando en consideración el contexto ecológico, pero sin poner en duda sus principios. En el desarrollo “humano”, la palabra humano está vacía de toda sustancia, salvo que nos refiramos al modelo humano occidental, que ciertamente comporta rasgos esencialmente positivos, pero también, repitámoslo, rasgos esencialmente negativos.


El desarrollo, noción aparentemente universalista, también constituye un mito típico del sociocentrismo occidental, un motor de occidentalización desatada, un instrumento de colonización de los “subdesarrollados” (el Sur) por el Norte. Como dice con justeza Serge Latouche, “estos valores occidentales (del desarrollo) son precisamente los que hay que poner en tela de juicio para encontrar solución a los problemas del mundo contemporáneo” [Le Monde diplomatique, mayo 2001].
El desarrollo ignora lo que no es calculable ni medible, es decir, la vida, el sufrimiento, la alegría, el amor, y su única medida de la satisfacción está en el crecimiento (de la producción, de la productividad, de la renta monetaria…). Concebido únicamente en términos cuantitativos, ignora las cualidades de la existencia, las cualidades de la solidaridad, del entorno, de la vida, las riquezas humanas no calculables ni monetarizables: ignora el don, la generosidad, el honor, la consciencia…
Su avance aniquila los tesoros culturales y los conocimientos de civilizaciones arcaicas y tradicionales; el concepto ciego y burdo de subdesarrollo desintegra las artes de la vida y las sabidurías de culturas milenarias. Su racionalidad cuantificadora es irracional, cuando el PIB (producto interior bruto) contabiliza como positivas todas las actividades generadoras de flujos monetarios, incluyendo entre ellas las catástrofes como el naufragio del Erika o el temporal de 1999, mientras ignora las actividades benéficas gratuitas.

Un retorno a las potencialidades humanas genéricas

El desarrollo ignora que el crecimiento tecnoeconómico produce también subdesarrollo moral y psíquico: la hiperespecialización generalizada, la compartimentación en todos los ámbitos, el hiperindividualismo y espíritu de lucro producen la pérdida de las solidaridades. La educación rígidamente estructurada del mundo desarrollado aporta muchos conocimientos, pero engendra un conocimiento especializado que es incapaz de captar los problemas multidimensionales y que determina una incapacidad intelectual para reconocer los problemas fundamentales y globales.
El desarrollo aporta progresos científicos, técnicos, médicos, sociales, pero también destrucción en la biosfera, destrucciones culturales, y nuevas desigualdades, nuevas servidumbres que sustituyen a las esclavitudes antiguas.

El desarrollo desenfrenado de la ciencia y la técnica lleva en sí mismo una amenaza de aniquilación (nuclear, ecológica) y poderes temibles para la manipulación. El término de desarrollo duradero o sostenible puede ralentizar o atenuar, pero no cambiar esta trayectoria destructora. Así pues no se trata tanto de ralentizar o atenuar como de ser capaz de concebir un punto nuevo de partida.
El desarrollo ignora que un verdadero progreso humano no puede partir del hoy, sino que necesita un retorno a las potencialidades humanas genéricas, o lo que es lo mismo, una regeneración. Lo mismo que un organismo lleva en sí las células madre omnipotentes que pueden regenerarlo, también la humanidad lleva en sí misma los principios de su propia regeneración, pero latentes, encerrados en las especializaciones y las esclerosis sociales. Estos principios son los que permitirían sustituir la noción de desarrollo por la de una política de la humanidad (antropolítica), como he sugerido durante mucho tiempo [Introduction à une politique de l’homme, primera edición 1965, reeditada y ampliada, Le Point Seuil, 1999], y por la de una política de civilización [Politique de civilisation, de Edgar Morin y Sami Naïr, Arlea, (1997)].

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